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DESHIELO

 

No tengas miedo

de mirar por mis ojos.

Me dijo la serpiente.

Fluye, fluye como la muerte,

Mira cómo mi piel se desprende

contra la corteza,

Ven, deja que te coma,

arrastra mis escamas,

entra.

 

Asómate y cae, olvida tus brazos,

en el agua eres una piedra

que fluye, fluye como la muerte.

Ven. Expulsa el aire y la tierra

del cuerpo y derrámate

en el camino sin piernas,

las hojas se pegan a tu piel

viscosa: ahora eres una

rama que se desliza.

 

Paseas por el bosque envenenado.

No tengas miedo.

 

Parirás un insecto afilado y seco,

un saltamontes sin forma

que atraviesa, sin rozarlo, el sendero,

que sobrevuela las ramas tiernas,

que se posa en los troncos

tocados por el rayo.

 

No tengas miedo

de mirar por mis ojos.

 

Me dijo la serpiente.

 

Tus manos, tus pies son

una bandada de cigarras que

asolarán el lago embarrado

antes de desaparecer entre

el humo de los enjambres.

 

Entonces nos arrastraremos.

Baja la cortina y mira

la ventana oscurecida,

ya no hay árboles sino

sombras que podrían ser

cuerpos en la pradera que

se enfría.

 

Baja los párpados: los cuerpos

son letras que atrapas

con tu lengua precisa,

con mi lengua, y al tragarlas

nos duplican y hacen pesado

el camino.

Las escupimos en cada matojo,

en cada madriguera.

 

El bosque se llena con las voces de los muertos.

 

Escucha. Escúchalos.

La canción sin gargantas penetra

nuestros poros congelados lejos

de las últimas cabañas derramo

la marea quebradiza de tus pasos

reptando en círculo sobre las ortigas.

Ven. No tengas miedo

de mirar por mis ojos.

Me dijo la serpiente.

Fluye como la muerte.

CARCAJ

 

Un perro que se abalanza

sobre mí en plena calle

desnuda, el perro abierto

sobre mí

y sus dientes fuertemente

agarrados a mi ropa

a la mía

y reconozco el collar,

aún llevo puestas

las manos que lo cerraron

mis manos

y el perro es mi perro

al que olvidé al que

nunca nunca nunca

dimos de comer,

ninguna tienda abierta y los

escaparates llenos de carne,

lo están devorando

parásitos que no vemos

y su mordisco es el único

abrazo que merezco.

De Tundra, Igitur, 2002

 

 

 

 

En el vertedero de caballos todo está listo para la representación.

 

Encendieron las luces de emergencia y nadie sabía si los que corrían querían salir o venían llegando.

 

(En realidad estaban detenidos).

 

Ignoraban el humo, pero su estilizado rostro azul sonreía a los presentes.

 

Se habían reunido allí para estudiar los cuerpos.

 

Un carpintero había fabricado siete grandes camillas de madera. Iban a cubrirse con enormes sábanas.

 

Esto es obra de un demente. Alguien le hizo callar. Los de las batas blancas se adelantaron.

 

Heridas de cortes desiguales. Los ayudantes anotaban cada detalle y los más virtuosos insertaban dibujos entre las letras.

 

Los dos primeros animales lucían exactas mutilaciones. El demente había concebido gemelos. Luego individuos únicos.

 

Todos los caballos eran tordos menos uno blanco que parecía intacto. Pero siguieron la costura. Los órganos estaban descolocados. Era un orden incomprensible en que el corazón y los riñones se apretaban en la garganta.

 

La luna adelgazaba aquella noche en que algunos hombres se reunieron en un hangar, mientras los demás dormían.

 

Después de taparlos decidieron iniciar las diligencias. El sospechoso podía ser un joven pálido, empleado en un matadero. O un maquinista. O el conductor de un circo itinerante.

 

Para velarlos dispusieron sillas polvorientas. Apagaron las luces y los cristales del techo se abrieron como ojos en blanco.

 

Sus pensamientos tomaron senderos diferentes pero todos cabalgaban en el mismo bosque, saltaban obstáculos inverosímiles, inventaban nombres para calmar a sus monturas.

 

 

 

 

 

 

Fue sencillo como una obra de arte

El agujero exacto

El que estaba trazado

Dejé que los carros se despeñaran

y al acabar ya no había caballos

(relinchos

deshaciéndose

entre madejas de lana

y el rictus del telar

del círculo paciente

 

 

 

 

 

 

 

En fila sobre la playa mojada. Al primero lo llevan de los cuernos.

 

Husmean el suelo sin pararse, sus hocicos rozando caracolas y piedras veteadas. Avanzan lentamente, cada yunta en su carro.

 

Las pezuñas restan en la arena como helechos fósiles. Después pasan ruedas que las borran.

 

El sol todavía no calienta, los gritos de las gaviotas se ordenan en las pisadas regulares del cortejo. La madera de los carros retiene el tintineo de espadas y escudos, que viajan de un lado a otro sin descanso.

 

El primero un buey blanco. Sólo él marcha sin peso. Un hombre camina por delante, guiándole con suavidad a lo largo de la línea desleída.

 

Viento (olas que encharcan los surcos).

 

La caravana se detiene. Un nido de algas entre las ruedas. Los animales esperan pacientes a que los hombres terminen su trabajo.

 

En el descanso se afina el sonido del mar. La playa muestra sus heridas.

 

(Una medusa transparente se seca al sol. En el agua, peces rojos devorando.)

 

Alcanzan el pie de una colina. El guía da el alto. El enemigo está al otro lado.

 

Preparan el altar y la lanceta pasa desde los últimos carros hasta el primero. El animal inmóvil, atento al hombre que divide su cuello.

 

Olor a pintura, barnices para sanar. La bestia se desploma hacia un lado y muge sin color. Su mirada se adentra despacio en el mar, nada un poco, se sumerge. El sacerdote que la guiaba recoge su sangre en pequeños cuencos.

 

Al pasar miran el hermoso cuerpo blanco del sacrificio. Se está nublando y el agua congela los tobillos. Para calentarse tensan el hilo que enlaza las manos.

 

De Reses, Trea, 2008

 

 

 

 

 

elástica

 

 

la ansiada ruta

hacia las naves

el peso alejado

de las carretillas

en fila los más

ricos pedazos

el camino en

cuesta el sol

subimos el

cargamento

la brevedad

de la sal entre

las cuerdas

el cajón de

pescado el

lenguaje

de signos

el vacío de

vuelta el sol

 

 

 

eco

 

 

era la tapa

de un pozo

inesperado

de una pausa

en la veta

nuestras voces

arrojadas como

débiles piedras

devueltas como

granos de arena

en los ojos el

rojo interno

de dos conejos

blancos muy

juntos el de la

izquierda mira

a la derecha el

de la derecha

a la izquierda

De grisú, Trea, 2009

 

 

 

 

 

Medidor de fuerza,

brazo que sube

para abrir la casa,

el invernadero

de temperatura

constante,

robaron semillas,

cultivaron huesos,

ahora crecen pieles

en el frío repentino,

ovejas de cristal

al descubierto,

acuden zorras,

una hilera de soldados

con botas de acero,

olvidar la huida,

insistir en el corral

donde amanece,

en el músculo que se

quiebra,

en el gallo cardinal

que emprende el vuelo.

 

 

 

 

 

Restaron entre ellos

los pedazos dispersos

de la enorme puerta.

Algunos entierran

las marcas,

palabras sueltas

en el lenguaje sólido

de la madera,

otros tallan un alfabeto

quebrado,

ensayan en el bosque

sus vocales rígidas,

son panes demasiado

grandes para unas bocas

divididas,

hubo una explosión,

alguien mezclaba pájaros

en el bidón

de gasolina.

De Sales, Amargord, 2011

Fotografías de Mark Bentley

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ALIMENTOS

 

Qué comer

en la plena superficie

de las pieles,

qué beber que no

resbale,

qué despensas para albergar

las sobras,

el pasto inverso que se clava

en la matriz del hambre

satisfecha.

Qué tipo de alimento

sin estómagos,

qué fracciones de carne

no nacida,

en qué brasas arrimar

los perdidos tubérculos,

qué horno cocerá,

a fuego lento,

tantos panes,

cómo subirá la levadura

de lo no viviente,

qué dicha trocearán

las no mandíbulas

en el recodo que anticipa

los alientos.

 

 

PUNICIÓN

Para no dormirse

con ojos de asesino

y matar conejos

con las manos del sueño,

decidió clavarse la hoja

del helecho,

acercó la sombra

de su palma extendida

a la otra sombra,

y dolía más

que el dolor.

 

 

 

LIMBO

 

Tampoco hay espera,

ni guantes que cubran

las manos.

En el jardín de los

términos medios,

las rosas crecen sin tallo,

asoman sus rojas cabezas

directamente de la tierra

humedecida,

con los ojos siempre entreabiertos,

siempre entrecerrados.

De Caza con hurones, Icaria, 2013

 

 

 

 

 

Después de mirar

con el bosque,

las formas se enfriaron.

Cambió el nido,

los objetos caían

sin apenas moverse,

los ríos ofrecían

sus pieles de nutria

a los caminantes,

la sangre de los alces

se absorbía en sudor,

en piedras planas.

eran lechos de sal

que invitaban a

la inmovilidad

de las aves.

Eran tumbas

de castores,

pesebres,

cajas aromáticas,

cuerpos y dientes

del invierno.

 

 

 

Dame una barca

o un cuerpo

de madera.

He reconocido

la mirada del sol

por debajo

de la armadura

de hielo.

Van a abrirse

las aguas,

Manarán de la

piedra que murió

en mis muslos,

del pequeño gorrión

que cayó con las hojas.

Hemorragia del agua,

estertor de la

pequeña piedra.

Voy a escuchar

la palabra que inunda

las paredes del nido.

la señal de un guerrero

de pan, que se desmiga.

Un cuerpo de ramas,

como el tuyo.

De qué hablaremos

si nos cubre la tierra.

De Desfrío, Varasek, 2014

 

 

 

 

 

 

Soy adentro

y como,

en el extremo

derramado

de los tilos,

una papilla

dulce y espesa,

de madera,

y es interno

en el calor,

como huevos,

el lugar donde brotan

los árboles,

no cantaban los mirlos

en aquellos sillones,

eran grandes para ellos

y por eso no cantaban,

pero todos recordamos

con un picor en la garganta

que es allí por donde

crecen las ramas,

por las tuberías,

por el tiro ciego,

sí, como,

sigo comiendo,

todavía adentro

se alza el mástil,

un pequeño vigía

de largas piernas

que desde arriba

se columpia,

muebles y alimentos

viajan de uno a otro lado,

y esto no es un barco,

tampoco es un bosque

pero susurran y se agitan

los troncos, tan delgados,

las criaturas,

eran las manos enlazadas

de un mismo individuo

que se concentra,

sabía que eran manos

pero vi una paloma

que temblaba un poco

y sin abrir del todo

el pico,

vomitaba.

 

 

 

No basta el guepardo

en los dedos,

su carrera macerada

en alcohol en el

reposo,

el cuerpo desbocado,

de torrente,

del agua detenida en este

vaso,

no fluyen los muros

desparejos, las voces

de azulejos desgastados,

las cocinas del mundo

a fuego lento,

una fila de niñas

en sus camas,

corredores que sueñan

con un viento leve

de superficie,

y emiten un silbido

de hervor ralentizado,

hay que inyectarse la cal

de estas paredes,

aquietar lo veloz

para sentarse,

separar los anillos

de tantos dedos

muertos,

encerrarse de nuevo

en el metal de la llave,

escuchar el vuelo bajo

de los techos,

su migración de animal

acorralado que anuncia,

sin pausas de contención

en la llegada,

una nueva estación

de las estepas.

De Morada, Calambur, 2015

 

 

 

 

 

la pérdida, aunque sea de la memoria, siempre nos lleva hacia atrás/ y de repente volvemos a estar en el suelo, castigados por el barro veloz, separados, con nuestra marca de arcilla en la frente / toda pérdida tiene que ver con algo que nos antecede, que no podemos nombrar ni tampoco recuperar / y sin embargo los árboles del bosque en el que nos perdimos todavía conservan sus letras, sus pergaminos prensados, aunque nadie los lea, aunque nadie nos recuerde / y por eso perdemos constantemente pequeños objetos / no hay llaves para la puerta, sólo el metal de algo que no encaja, que hiere el lomo manso e irremediable de la madera / o nos perdemos en su pérdida para encontrar la nuestra / los plumas también nos pierden, ya no pueden escribir estas heridas / y yacemos muchos meses encajados / hasta que la tinta se levanta y camina su desconcierto / todo final nos remite al inicio que perdimos / los golpes abrieron la forma a sus deformidades / en el ojo separado se tramita la manipulación de las imágenes / con ráfagas de plata que sellan las fuentes / el brazo que perdió a su cuerpo ya sólo puede despedirse / ramificado y hambriento, el silencio, se va tragando las palabras / por eso se calla el bosque de los niños perdidos, de los padres perdidos / aunque también podemos perder el miedo a perder el miedo a perder / canta el pájaro-árbol, se desnuda para que nadie más escriba sobre él / silbando los pensamientos muy despacio / caminando hacia atrás, sobre el contorno que recorren las hormigas / en la matriz que hornea las formas, en el fuego que no se avivó / hasta llegar a la miga de pan ensalivada / donde todo es posible y nada se ha decidido todavía / poder ser albatros, mica, cubo desbordado, castor, oruga muerta, metamorfosis lavada y perfumada / en el torno de las personas que desaparecieron, que todavía resuenan en otros andenes / de lo que come y se ríe sin saber que lo hace por repetición y fractura / y si todo sucede a la vez por qué llegan tan tarde los trenes / fue en el reverso de una moneda fuera de curso / acuñaron un barco pero sus velas apagadas y era de noche / ahora amanece y perdimos lo intacto / lo intacto nos despierta cada mañana, con los dedos mojados / perdimos trenes, espigas, aviones, kilos / el silencio es una hilera de dientes arrancados / toda elección fotografía una pérdida, y los bordes en sombra se derraman / perdimos algunos libros valiosos, algunos pañuelos de estaño / tan ligeros íbamos que en el camino nos asaltaban las hojas de los chopos que se iban desprendiendo, sobre el pelo, sobre los hombros nos susurraban sus nombres incomprensibles, en el lenguaje inmóvil de los árboles / porque la pérdida es avance y al avanzar perdemos / abriendo el tiempo del espacio en el espacio del tiempo / el peso, el deseo, la materia / en el umbral del grito / respirando

 

De Sellada, Ejemplar único, 2017

Darte entrada

no significa

olvidar la caza

del ciervo rojo

en las arterias.

Ni quemar el

barco que se hunde

en mi interior.

Un diente.

O la ausencia

ensangrentada

de un diente.

Una prótesis

de encina

que muerde

la encía sin pan.

La luz que se mastica,

la fina veladura

que se adhiere.

 

 

 

Dices:

soy lo que pesa

uno solo de

sus huesos.

Y lo palpo,

pero no

hay estructura

bajo las plumas,

se deshace

la cifra inexacta,

sin recuerdos

ni sed.

 

 

 

Su lenguaje:

pinchar el papel

hasta que sangre,

atravesarlo con

colores,

con el ritmo

en máquina

de la mano derecha

sin el hemisferio

izquierdo de la nuez.

Desconexiones

cruzadas, trenzando

sin señales la voz.

De en flecha, Ediciones La Palma, 2017

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